Texto extraído de Historia del Ademar, Fundación Saber.

Pocos son los jugadores a los que se les puede atribuir el mérito de haber dado a su equipo toda una seña de identidad. En el caso de César Fernández Cimadevilla se cumple esta difícil virtud. Fue el gran capitán del mejor Ademar de los ochenta, el símbolo del equipo, el referente en la cancha, la fuerza explosiva e los seis metros, la demostración de que las ganas de ganar y la confianza en uno mismo pueden ser más determinantes que la envergadura y el presupuesto de los rivales.

Su muerte en el mes de marzo de 1990, cuando llevaba aún pocos años retirado del balonmano, convirtió al que ya por entonces era un jugador histórico de Ademar en toda una leyenda dentro no sólo del club sino de toda la ciudad. Era el más popular de los jugadores del equipo, pues su inmensa planta era fácilmente reconocible cuando jugaba al balonmano o cuando se vestía de bombero, que fue su oficio cuando dejó el deporte.

Como tantos otros jugadores de Ademar, César comenzó a practicar el balonmano por imposición del Hermano Tomás. El noble deportista leonés practicaba en un principio el rugby, hasta que el religioso marista descubrió su fuerza y su corpulencia y lo tuvo claro: en aquel chavalón que se abría paso por el patio de los Maristas había un pivote extraordinario. El tiempo, como tantas otras veces, le dio la razón ‘El Oso’ de Teverga.

Once años estuvo César en el Ademar, once años que fueron, hasta su muerte, los mejores de la historia del club que conoció la élite del balonmano con dos referentes a la hora de bregarse con los contrarios: César y Juan Arias. La pareja de pivotes leoneses conseguía encontrar el hueco en las defensas (labor encomendada, en la mayoría de las ocasiones, a César) y convertir el área de Ademar en un muro infranqueable (trabajo, por lo general, para Juanín Arias). untos llegaron al sueño de la División de Honor y juntos dejaron el balonmano, siendo aún bastante jóvenes, para formar, con el paso del tiempo y con otros antiguos compañeros, el equipo de La Tercia, con el que ganaban de calle el campeonato de l Primera División Provincial y conseguían matar el gusanillo que el balonmano había dejado para siempre en sus vidas.

Siendo un niño vivió dos años en Alemania, donde habían emigrado sus padres en busca del trabajo que no encontraban en León. Dicen los que le conocieron que tenía una memoria prodigiosa, que podía recordar perfectamente el resultado de cualquiera de los partidos que disputó o, por ejemplo, contar con toda detalle un partido entre Borussia Dormund y el Real Madrid que vio mientras vivía en Alemania.

A su regreso de Alemania, sus compañeros de clase le preguntaban en el patio de los Maristas cómo se decía ésta o aquélla en alemán. Jugó en la OJE y pronto entró en el Ademar, club que no abandonaría mientras siguió practicando el balonmano de élite. Cuando se fue le prometieron un homenaje, y se murió sin él. Fue un día en el que los bomberos celebraban su fiesta. «Explotó un corazón grande», titulaba la prensa.

Con los bomberos estaba cuando murió y con los bomberos también consiguió algunas de sus más recordadas gestas, aquellas que no tenían como escenario un campo de balonmano. Un día paseaba por la calle José Antonio en su jornada de descanso y vio las sirenas de un camión de sus compañeros. Llegó allí y vio que estaban buscando la mejor forma de sacar a dos niños de una habitación de la que no paraba de salir humo. De paisano, César, que conservaba la agilidad del pivote bregado en mil batallas, subió por la escalera y siguió alimentando su propia leyenda.

Murió cuando comenzaba a ejercer de entrenador, de hombre de club que organizaba encuentros entre todos los ex jugadores. A buen seguro que le hubiera gustado ver a su Ademar convertido en uno de los grandes equipos de Europa.